El gobierno del Reino Unido ha puesto en marcha una propuesta que busca transformar la estructura de la educación superior a través de la concentración de la oferta académica. El plan establece que las universidades deberán enfocarse en un conjunto reducido de programas considerados estratégicos, priorizando áreas con alta demanda laboral y fuerte impacto económico. Aunque la medida pretende optimizar recursos y fortalecer la empleabilidad, diversos expertos advierten que este enfoque podría generar efectos negativos no previstos, especialmente sobre estudiantes desfavorecidos y sobre instituciones que atienden a este público.
El análisis más reciente proviene de David Allan, académico de la Universidad Edge Hill especializado en investigación educativa y formación profesional. Su estudio advierte que el “streamlining”, o simplificación de la oferta universitaria, corre el riesgo de profundizar brechas existentes dentro del sistema. Este proceso, según señala, podría llevar a universidades de menor prestigio o con recursos limitados a eliminar programas completos, sobre todo en áreas de humanidades y artes, que ya enfrentan una presión significativa en términos de financiamiento y percepción pública.
La nueva política incluye un fondo competitivo que ofrece financiación adicional a universidades que demuestren “fortalezas” en áreas prioritarias. Estas suelen coincidir con los campos STEM, así como sectores vinculados a la innovación tecnológica y el crecimiento económico. Sin embargo, este modelo también genera un desincentivo para mantener programas menos demandados desde la perspectiva del mercado, pero cruciales para la diversidad académica y cultural del país.
Para los estudiantes pertenecientes a entornos vulnerables, esta reestructuración puede tener consecuencias más severas. Allan explica que quienes provienen de hogares de bajos ingresos son menos propensos a desplazarse largas distancias para estudiar. Suelen depender de la oferta académica local, y si la institución que tienen cerca decide recortar carreras, se quedan sin alternativas viables. Esto podría incrementar la desigualdad al limitar el acceso a programas que históricamente han servido como puerta de entrada al sistema universitario para jóvenes con menor capital económico o social.
El fenómeno ya se observa en lo que algunos expertos denominan “cold spots”: zonas donde determinadas disciplinas simplemente han dejado de ser ofrecidas. Esta desaparición provoca que los estudiantes interesados en esas áreas tengan que elegir entre abandonar sus aspiraciones o asumir costos y desplazamientos que no todos pueden afrontar. Además, la reducción de la oferta afecta a instituciones cuyos criterios de admisión son más inclusivos, restringiendo caminos formativos que cumplen un rol esencial para la movilidad social.
Otro punto relevante es la forma en que esta política puede redefinir la competencia entre universidades. Si solo un grupo reducido de instituciones concentra los programas más valorizados por el Estado, los centros más pequeños podrían perder competitividad y capacidad de innovación. Esto podría conducir a un sistema más estratificado, donde las universidades mejor posicionadas refuerzan su estatus mientras otras quedan limitadas en sus posibilidades de crecimiento.
Aunque la reforma incluye medidas como préstamos para manutención y un crédito formativo a lo largo de la vida, especialistas señalan que estas soluciones no compensan la eliminación de programas diversos ni la falta de acceso para los estudiantes más vulnerables. Incluso si cada institución obtiene un área de especialización reconocida, el sistema perdería el equilibrio que permite que alumnos con diferentes intereses y habilidades encuentren un espacio adecuado para desarrollarse.
Desde una perspectiva de política educativa, la propuesta británica plantea un debate mayor: ¿cómo se puede mejorar la eficiencia sin sacrificar la diversidad académica y la equidad? La racionalización de programas puede ofrecer beneficios en términos administrativos, pero si no se evalúa cuidadosamente su impacto en comunidades locales, el resultado podría ser un sistema menos inclusivo y más orientado exclusivamente a métricas económicas.
Para el sector de gestión y negocios educativos, este análisis deja varias lecciones. En primer lugar, las decisiones basadas únicamente en indicadores de rentabilidad pueden producir efectos contraproducentes en el largo plazo. En segundo lugar, la reputación institucional y la responsabilidad social deben considerarse elementos esenciales en el diseño de la oferta académica. Finalmente, las políticas públicas deben equilibrar eficiencia con inclusión, especialmente en sistemas donde la educación superior cumple un rol clave en la movilidad social y el desarrollo regional.
En un momento donde muchos países evalúan reformas similares, la experiencia del Reino Unido sirve como un recordatorio de que la simplificación excesiva puede debilitar el vínculo entre las instituciones y las comunidades que sirven. Los expertos sugieren que cualquier proceso de reorganización debe considerar no solo indicadores económicos, sino también las necesidades reales de los estudiantes y el impacto que estos cambios tendrán en su futuro académico y profesional.
Fuente: The Conversation
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